Se podría decir que pasamos una buena porción de nuestra vida buscando aprobación, de nuestra familia, amigos, pareja, colegas. Algunos más que otros, pero todos alguna vez hemos cedido al parecer externo, a congraciarnos con la palmadita en el hombro, a querer pertenecer y sentirnos parte de un grupo, emulando las maneras de ser y hacer de los demás.
No hay nada de malo en ello, somos seres sociales por naturaleza. El rechazo de nuestro círculo o la desaprobación de nuestros seres queridos constituye una especie de muerte social y también emocional. Casi que estamos condicionados a no querer desentonar, a ir con nuestro clan y con la masa de los que reconocemos como nuestros seres cercanos.
No obstante, existen momentos en que debemos elegir contra corriente
, porque nuestra voz interior nos dicta un camino que no necesariamente es el convencional, el que nuestra familia ha considerado el más favorable para nosotros, o el que incluso nuestra impostura del deber ser nos dicta.
En la adolescencia vivimos ese momento de reconocernos individualmente y querer gritarle al mundo quiénes somos, que tenemos nuestra propias ideas y nuestra manera de ver el mundo. De ahí que la adolescencia sea considerada la etapa más rebelde de la vida de una persona. A algunos ese arranque de valentía adolescente les dura poco, otros se lo cargan para siempre -con los precios y recompensas que de seguro trae consigo- y existen los del punto medio, los que pareciera que perpetúan ese pulso entre buscar encajar y ganar aprobación, o ser ellos mismos, expresando su diferencia o singularidad.
Con esto no inválido consultar opiniones expertas, recibir consejos de los buenos amigos. Pero, al final, nadie más que nosotros mismos sabe qué quiere, para donde va o qué camino quiere elegir.
Son muchos los momentos en que estamos expuestos a tomar decisiones en contra de la corriente. Serán esos los momentos de sutil emancipación, de gritarle al mundo, soy el capitán del barco de mi vida y tomo la dirección que quiera en alta mar. Y justo en esos instantes donde requerimos hacer acopio de nuestra valentía, claridad de razones y motivos, certeza de para dónde vamos; son los momentos en los que nos entra la tonta pregunta de ¿Y él o ella cómo lo verá? ¿Le parecerá bien?
Dejemos de someter a pequeñas encuestas y sondeos las decisiones apremiantes y determinantes de nuestra vida. Dejemos de pedir permiso para ser nosotros mismos y vivir nuestra vida, porque cierto es que cada quien tiene el derecho, y ese solo derecho, a vivir la suya.
Por otra parte, nuestros errores forman nuestro bagaje y experiencia. Y bien decía mi padre que, «la experiencia es como la mierda, nadie coge la que es ajena». Así que por rudo y grosero que parezca, nadie puede vivir por usted, usted no puede vivir por nadie.
De manera que, cuando le entre ese tufillo de la búsqueda de aprobación externa, del que dirán cómo pregunta e inquietud, tenga la claridad del para qué está eligiendo x o y camino, a dónde lo llevará esa decisión, para qué elige ese paso y qué ganará con él, pero también, qué está dispuesto a sacrificar en el intento.
Me atrevo a decir que las decisiones que he tomado en mi vida con mayor claridad han sido aquellas en las que el para qué ha estado perfectamente claro, aquellas en las que la opinión de otros no sonaba ni tronaba, porque la elección ya era obvia, indiscutible y monárquicamente mía.
Te comparto esta reflexión con mucho cariño porque no soy inmune a la búsqueda de aprobación externa. Incluso, creo firmemente que nadie es 100% inmune. Lo que no se vale es dejar de luchar por tus metas personales, o ser una persona que no eres para buscar complacer a los demás.
Se pueden pasar años de la vida poniendo tu valía personal en la complacencia de los demás. Te lo digo por experiencia propia. Pero, de seguro, llegará un momento en que te pese. Un momento en que necesites amarte incondicionalmente, así tus elecciones propicien que el mundo se ponga temporalmente de cabeza (y digo temporalmente, porque TODO, ABSOLUTAMENTE TODO pasa).
Aún en días de debilidad y, valga decir, de pendejada, puede regresar ese impulso malsano, manifiesto en la pereza de elegir por nosotros mismos, la necesidad de que nos hagan barra.
Así que, cuando te asalte la duda y quieras saber si los demás gustan o no de lo que estás haciendo, retrocede, respira tranquilito y repite conmigo: ¿Y yo para qué estoy eligiendo esto? Y te aseguro, si la tienes clara, que recuperarás el coraje y asumirás las consecuencias.