Amor imposible
Tocaron a la puerta y ahí estaba mi mamá con una sonrisa de oreja a oreja que el nasobuco no conseguía esconder. – mira a quien me encontré – me dijo. – Como seguro tienen mucho de qué hablar, los dejo – y viró la espalda y nos dejó solos frente a mi puerta. Ella como siempre, callada, tímida y distante, pero que estuviera en mi casa para mí era la gloria.
Nuestra relación me ha resultado lacerante, pues entre ambos el amor siempre ha corrido por mí y ella se ha limitado a dejarse amar. Todos me lo han dicho muchas veces. Que la olvide, que las hay mejores. Pero el amor es así, incomprensible. A veces se ama sin motivos y sin sentido. Porque sí y ya.
Mi amor comenzó en mi temprana adolescencia pero no fue amor a primera vista. Fue algo que creció poco a poco pero con la fuerza y la constancia de un ciclón. La primera vez que supe de su existencia fue en un receso de la escuela. Un grupo de amigos hablaba de ella, pero créeme Billy, que ni me inmute. Otro día conversando en el malecón la vi pasar. Iba de la mano de otro pero logré identificarla, y en aquella ocasión solo me pareció otra cara bonita. Siempre creí que hay cosas que no están para uno, pero el destino es implacable y finalmente una noche de sábado se alinearon los astros y coincidimos en una fiesta de quince del barrio donde me la presentaron.
Primero la miré con su actitud distante y luego la toqué casi de soslayo. Conversamos un poco y dimos una vuelta por toda la fiesta. Incluso algunos bromearon de lo bien que nos veíamos juntos. Después de un rato finalmente me llené de valor y la besé. Fue un beso frío y rápido que solo sirvió para dejarme en los labios el deseo de otro. En el segundo beso fue igualmente fría pero esta vez tuvo en mí el efecto de un temblor de tierra. Me sentí girar en el aire y mis rodillas casi se doblan. En ese instante me supe perdido y desde entonces estuve sometido a sus caprichos.
Pese a que tanto en mis mejores como en mis peores momentos siempre he pensado en ella y he añorado su presencia, pocas veces ha sido parte de mi vida y la mayoría de las veces he tenido que conformarme con su recuerdo y la añoranza. Estuvo en muy pocos de mis cumpleaños y en mi graduación solo pude contentarme con verla de lejos, como siempre, en brazos de otros. La fidelidad nunca ha sido su fuerte, pero es justo que diga que siempre fue sincera conmigo. Todo el tiempo dejó claro que yo no era su tipo, que ella aspiraba a algo mejor que un muerto de hambre como yo y eso me desesperaba todavía más. Incluso su frialdad era algo que la hacía más atractiva a mis ojos.
A punto de casarme no pude seguir ocultándolo y se lo confesé a mi esposa. Ella entendió y con una sonrisa comprensiva me dijo que no le importaba. Aquello era algo con lo que podía vivir. Incluso fue más allá. El día de nuestra boda me dio la más grande demostración de amor incondicional y desinteresado, y sin previo aviso se apareció con ella y la puso en mis brazos. Todavía me dio una muestra más de confianza y nos dio unos minutos a solas en medio de toda la vorágine del casamiento. Saberla enteramente mía durante toda aquella celebración fue de los más grandes placeres que he experimentado en mi vida. Solo el nacimiento de mis hijos logró superar la felicidad que me motivó su presencia en mi boda y sin embargo, ese día también me acompañó y será algo que le agradeceré por siempre.
Recuerdo que habiendo nacido mi hijo mayor y estando en el hospital recibí una llamada que me avisaban de la existencia de toallitas húmedas en Carlos III. Corrí como un demente y cuando salí con mis toallitas en las manos y en medio del escándalo que motivó la transmisión de un juego de Industriales en la pantalla gigante, en medio de cientos de personas ahí estaba. Nos sonreímos. Ella como siempre fría y distante, pero en medio de mi agitación, ese día logró que por al menos un rato me relajara y viera la vida desde otra perspectiva.
En su tránsito por la vida le han cambiado sus colores e incluso hubo hasta una imitadora, Max le decían, pero siempre logró imponerse, porque al menos a mis ojos, es insuperable y lo que me interesa de ella no es su apariencia. Es su interior, su personalidad, lo que logra hacer de mí y como me hace sentir cuando estamos juntos.
Ahora mismo llevaba meses sin verla y a cada rato la nostalgia me embargaba. Ya estaba que ni tan siquiera importaba que perdiera su frialdad, porque yo solo quería tomarme una adorada cerveza Bucanero y me daba lo mismo fría que caliente.
Ahí estaba yo en medio del pasillo con las dos latas de cerveza Bucanero en la mano. Una lágrima corrió por mi mejilla, las abracé e incluso sin desinfectarla me las pasé por la cara para sentir el olor de su metal y ver de cerca la mirada tranquilizadora del bucanero, como la de un viejo amigo que te aprecia y comprende en cualquier circunstancia. Mi esposa salió de la cocina y sonrió al vernos. – verdad que lo que hace mi suegra por ti no lo hace nadie – me dijo. Ese día esperé a la noche. Las puse en el congelador y cuando los niños se durmieron me senté en mi balcón, y mirando a Centro Habana pasar por delante de mis ojos y sin decir una sola palabra, mi esposa y yo nos tomamos esas dos cervezas, que quien sabe de dónde sacó mi mamá, y que me recuerdan que no solo de pan y materia vive el hombre, y que a veces una cerveza hace falta para sentirse vivo.
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