Novruz, el nuevo día

Nuevamente vamos a hacer referencia al equinoccio primaveral, pero de una manera o desde una perspectiva distinta a la de nuestro artículo “Semana Santa o Equinoccio Primaveral”[1].

En aquella oportunidad quisimos evidenciar el origen de la Semana Santa de los cristianos sobre la base de dos elementos centrales, como lo son, de una parte, el ciclo solar y las fases de la luna, y de la otra parte, el contenido religioso de la resurrección del Cristo.

Así, se identifica su día principal, el domingo de resurrección (día del Señor), con el siguiente a la luna llena posterior al equinoccio (momento en que el Sol alcanza su cenit) de primavera en el hemisferio norte, el 21 de marzo. Y por razones culturales y para nada naturales esto se reproduce, tras la conquista europeo-católica del mundo, en el hemisferio sur, aunque no haya coincidencia con el equinoccio de primavera en esas latitudes. Empero, afortunadamente las tradiciones culturales autóctonas continuan festejando el inicio de la primavera como renacimiento vital, en su respectivo equinoccio, cada 22 de septiembre.

Ahora bien, lo que debe quedar absolutamente claro es que la celebración de la llegada de la primavera es un asunto que se remonta a tiempos ancestrales y en condiciones multiculturales, que para nada tienen que ver con las religiones cristianas, las cuales más bien, por razones de expansión, decidieron cabalgar sobre fiestas ya existentes en el planeta, obrando sobre sus significados y simbologías.

De esta forma, tengamos presente entonces que el equinoccio primaveral, como fecha astronómica, por la mera observación de los cambios de la naturaleza, en donde la vida dormida y sumida en una combinación de blanco y gris, en silencio, durante el invierno, con días cortos y noches largas, renace o despierta, literalmente floreciendo en una explosión de colores y de luz, con la música del cantar de las aves, durante la primavera, fue tomado por nuestros antepasados en todo el planeta, como la representación del triunfo de la vida sobre la muerte, de la luz sobre la oscuridad.

Y en el presente muchísimas de esas tradiciones continúan manifestándose a través de diversos rituales y demás expresiones culturales, integrantes de una u otra forma, con o sin reconocimiento oficial, del patrimonio cultural intangible o inmaterial de los pueblos del mundo, tal como las mencionadas en nuestro citado artículo: el festival de Holi en la India, la subida a la pirámide de Teotihuacán, en México, la fiesta del agua de Songkran, en Tailandia, el baile de los Cerezos, en Japón, la fiesta de Vappu, en Finlandia.

Y tantas y tantas otras que conforman la maravillosa y rica diversidad cultural de la humanidad.

Pues bien, en esta ocasión queremos referirnos al Festival de Novruz, o también Nowruz, Navruz, Nooruz, Nevruz, Nauryz, Newroz, Nouruz, Noruz o Norouz, vocablo originario de la lengua persa, que cambia en su escritura y pronunciación según el país en donde se festeja y que significa “Nuevo Día”.

Un nuevo día celebrado por más de 300 millones de personas en Asia Central, los Balcanes, el Cáucaso, la cuenca del Mar Negro, el Medio Oriente y otros lugares del mundo, desde hace más de 3.000 años, que coincide precisamente con el equinoccio primaveral en el hemisferio norte, es decir, con el 21 de marzo, simbolizando la renovación o renacimiento de la naturaleza.

Es de tal relevancia esta particular celebración del Festival de Novruz, que la Asamblea General de las Naciones Unidas, a iniciativa de un grupo de países como Afganistán, Albania, Azerbaiyán, Macedonia, Rusia, India, Irán, Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Turquía, en 2010, declaró el 21 de marzo como Día Internacional del Novruz[2], con vista, entre otros extremos remarcables, de la importancia cada vez mayor que tiene la cultura de vivir en armonía con la naturaleza, y de que las tradiciones y los rituales del Novruz reflejan características de las antiguas costumbres culturales de las civilizaciones de Oriente y Occidente que influyeron en esas civilizaciones mediante el intercambio de valores humanos, y la afirmación de la vida en armonía con la naturaleza, la conciencia del vínculo inquebrantable entre el trabajo constructivo y los ciclos naturales de renovación y la actitud atenta y respetuosa hacia las fuentes naturales de vida.

En el mismo sentido, aunque sin relación directa, es de gran pertinencia aplaudir la feliz coincidencia de que el 21 de marzo haya sido elegido por la Asociación Internacional del Color, en 2009, como el Día Internacional del Color[3], dado que los colores, al reaparecer (como su ausencia), influyen nuestras emociones, actitudes y decisiones.

Y por idénticas razones culturales a las de la ONU, en 2016, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) inscribió al Festival de Novruz en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Intangible de la Humanidad[4].

Sin duda que esta manifestación cultural, junto a otras que giran en el mundo en torno al equinoccio de primavera, van de la mano con el mensaje según el cual la vida triunfa siempre sobre la muerte, de modo que los cambios sí son posibles y se orientan hacia lo bueno, lo bello, lo verdadero, lo imperecedero, lo esencial, lo trascendente.

En la cultura persa milenaria originaria y originante de esta festividad, Novruz implica el inicio de un nuevo año y simboliza la lucha sempiterna entre el bien y la luz, representados por Ahura Mazda (Dios del Bien y de la Luz), y el mal y la oscuridad, encarnados por Angra Mainyu (Dios del Mal y de la Oscuridad), en la religión zoroastriana, en donde el bien y la luz tienen asegurado el triunfo.

Para yogis y yoguinis el equinoccio de primavera es una extraordinaria ocasión para celebrar y honrar la vida, la luz y la energía universal, incorporando con fervor la secuencia de Surya Namaskar o del Saludo al Sol en su práctica, con gran consciencia en las posturas de expansión o apertura al universo, mediando la extensión de la columna vertebral, imbuidos de gratitud, y de la misma manera posturas o secuencias de posturas que nos invitan a la concentración sobre nosostros mismos y con ella a la introspección, en esa observación sutil hacia nuestro interior, por intermedio de las flexiones de la columna vertebral.

De esa forma, de la expansión pasamos a la concentración, y viceversa, para al final, sentir la conexión con la energía densa de la tierra y con la energía sutil del universo, en equilibrio en nuestro corazón, asiento de anahata chakra, centro energético del amor incondicional y compasivo, hacia nosotros mismos, hacia los demás y hacia la naturaleza.

Alberto Blanco-Uribe

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