Temes morir y olvidas vivir
Si te detienes un momento o de vez en cuando (o si nunca lo has hecho), y te preguntas a ti mismo cuál es el sentido de la vida, de tu vida, es muy probable que la respuesta sea o haya sido “llegar a ser alguien”. ¿Es que acaso no lo eres ya, y ello desde que existes?
Pero “llegar a ser alguien” no es una frase inocua, es un objetivo que responde a un “programa” social, a un proyecto de vida inoculado, que se traduce o se manifiesta en señales externas de éxito socioeconómico, como una carrera profesional, un trabajo bien remunerado, reconocimiento social, una familia de estatus, casa, carro, bienes, posesiones, dinero…. En otras palabras, un diseño preconcebido en el cual una pregunta que tiene que ver con ser, se responde con otros verbos (sin pertinencia) como hacer y tener.
En otras palabras, respondo diciendo hago y tengo, tratando y convencido de que estoy respondiendo soy. ¿Quién eres? Soy abogado, médico, socio de un bufete, de un gran hospital, propietario de una casa…
Y no digo que esté ontológicamente mal hacer o tener. Solo que ello no sea a costa de ser.
Olvidas que antes de estudiar y adquirir cosas ¡eras!, y que cuando te vayas lo harás ¡siendo! y sin nada.
Entonces, si dejamos lo efímero y a lo trascendente nos confiamos, el sentido de la vida tendría que consistir en lograr la plenitud del ser. Y si admitimos que en esa perspectiva ello no tiene nada que ver con el éxito socioeconómico, habremos de enfrentarnos a esa primera sensación de vacío, a veces atemorizante, que luego y con tenacidad, vía plena consciencia y/o meditación, se va transformando en plenitud, tranquilidad, calma, serenidad, paz, felicidad, que es lo que somos. Recuerdo la caricatura aquella del personaje de pocos recursos económicos echado en la grama viendo el cielo nocturno, diciendo: “los ricos tienen hoteles de máximo 5 estrellas, nosotros los pobres tenemos un cielo con infinitas de ellas”. Y es verdad que la felicidad no se mide en estrellas, como ocurre con la comodidad o más bien con el lujo.
El objetivo de la vida quizás sea entonces (re) descubrir lo que somos.
Pero cuidado, ello no quiere necesariamente decir que nos retiremos a una cueva y seamos ermitaños, pues cada uno debe hacer lo que debe hacer, en función de su propio proyecto de vida, sea el de desempeñarse como profesional, comerciante, artista, estudiante, etc. Y ese hacer no debe confundirse con el ser. Es por ello por lo que en el Karma Yoga [1], frente a las inquietudes de Arjona, acerca de si debía o no intervenir en la batalla, en la que morirían de lado y lado miembros de las mismas familias (fuera de las consideraciones acerca de la impermanencia que implican que no puede matarse al espíritu), Krishna le responde recordándole el ineludible hacer de su obligación que, como guerrero, es pelear, y ello sin atención al resultado ganador o vencedor.
Es decir, que tenemos que hacer lo que nos corresponde hacer, conforme a nuestro plan de vida, pero eso que tenemos que hacer ha de ser debido y justo. Es la noción de Dharma que nos invita al actuar sin apego a los resultados y con la intención de obrar bien, sin perjudicar y con la idea de beneficiar. Es el denominado Karma Yoga o yoga de la acción. Y si queremos ir mas allá, recordaremos que ese obrar justo es lo que nos liberará del Samsara o rueda de reencarnaciones, para finalmente encontrar el Samhadi, refundiéndonos al ser, al ser supremo, al Yo Soy Eso (So Ham)[2].
En estos días leí un relato de un gran escritor y filósofo ruso que se llamó León Tolstoi, muy conocido por sus obras “Guerra y Paz” y “Ana Karenina”, entre otras. Se trata de “La Muerte de Iván Ilich”[3], la historia de la vida de un personaje que pasó su vida olvidándose de sí mismo, de su verdadero ser, mientras construía el “ser” que se suponía y que se esperaba de él, confundiendo su entidad esencial con su estatus social, obsesionado con escalar posiciones profesionales hasta llegar a alto juez, con vincularse a las esferas del poder económico y político, con casarse con una mujer “conveniente”, etc., y todo ello al precio precisamente de olvidarse de sí mismo y hasta aborrecer a su esposa (a quien no quería como tal), endilgándole las culpas de tener que trabajar desquiciadamente en un oficio que ella despreciaba, para ofrecerle el nivel económico que su origen requería.
Sólo comenzó a pensar en su vida o siquiera a percibir que tenía una, con ocasión de la enfermedad que en poco tiempo le condujo a la muerte. Tarde se dio cuenta de que la vida, la verdadera, se le estaba yendo. Pero ello no fue algo rápido. Costó mucho tiempo sometido en cama a grandes dolores, y sobre todo amarrado a un ego estratosférico, que continuaba cegándole la vista, haciéndole enfurecer por no poderse dar una explicación acerca de la muerte, y ser incapaz, no obstante ser ese juez poderoso, de detenerla.
Recordó el silogismo: «Cayo es un ser humano, los seres humanos son mortales, por consiguiente, Cayo es mortal», y se dijo que Cayo es una abstracción, mientras que él era concreto, de modo que no podía morir.
En el fondo anhelaba que se le tuviese lástima como a un niño enfermo, le acariciaran, le besaran, le lloraran, pero se escondía temeroso en su acostumbrado semblante serio, severo, profundo, e impotente, embadurnado de soledad, despotricaba contra “la crueldad de Dios”, la ausencia de Dios: «¿Por qué has hecho Tú esto? ¿Por qué, dime, por qué me atormentas tan atrozmente?».
Hasta que a horas de morir comenzó a escuchar la voz de su alma: “¿Qué es lo que quieres?”. Y fue su ego quien respondió primero: “vivir como vivía antes: bien y agradablemente”. Pero tras un rápido vistazo ninguno de los “mejores” momentos de su vida le parecieron ahora tan agradables, salvo los primeros recuerdos de su infancia.
Y se iluminó: «Quizá haya vivido como no debía. ¿Pero cómo es posible, cuando lo hacía todo como era menester?». Y tras un instante de sabio contacto con su verdadero ser, sus temores comenzaron a desvanecerse, al percatarse que tampoco había muerte, sino luz
Para ser justos, no conocía este relato de Tolstoi, hasta que lo oí recomendar al Dr. Wayne Dyer en su película documental “En el atardecer de la vida”[4], conocida también como “El cambio” o “The Shift”, que recomiendo ampliamente por éste y otros temas fundamentales, en donde Dyer resume el momento final afirmando que Iván Illich toma la mano de su esposa, le pregunta “y si toda mi vida ha sido un error?” y muere.
Y Dyer dice que luego se escribió un recordatorio para sí mismo: “querido Wayne, no te mueras con la música dentro de ti”.
Así que has lo que tengas que hacer, desde la intención de beneficiar, pero sobre todo permite a tu ser fluir. ¡Sé y con ello te (re) descubrirás feliz!
Vive con entusiasmo, que es algo mucho mayor a estar motivado, estimulado, exaltado, animado. El entusiasmo, definido como “exaltación y fogosidad del ánimo”[5], va más lejos. Se forma de “entheos”, que lleva a Dios o un Dios dentro, y “asthma”, que viene de soplo, insuflar, y juntos quiere decir rapto o posesión divinos. El objetivo de la vida es ser con entusiasmo.
Trabaja, estudia, sí, pero Canta, pinta, escribe, esculpe, juega, corre, baila, dibuja…… recita con Pablo Neruda su poema “Muere Lentamente…”:
Muere lentamente quien no viaja,
quien no lee,
quien no escucha música,
quien no halla encanto en sí mismo.
Muere lentamente
quien destruye su amor propio;
quien no se deja ayudar.
Muere lentamente
quien se transforma en esclavo del hábito,
repitiendo todos los días los mismos senderos;
quien no cambia de rutina,
no se arriesga a vestir un nuevo color
o no conversa con quien desconoce.
Muere lentamente
quien evita una pasión
y su remolino de emociones;
aquellas que rescatan el brillo de los ojos
y los corazones decaídos.
Muere lentamente
quien no cambia la vida cuando está insatisfecho
con su trabajo, o su amor;
quien no arriesga lo seguro por lo incierto
para ir tras un sueño;
quien no se permite,
por lo menos una vez en la vida,
huir de los consejos sensatos…
¡Vive hoy!
¡Arriesga hoy!
¡Haz hoy!
¡No te dejes morir lentamente!
¡NO TE OLVIDES DE SER FELIZ!
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