Merecer la muerte
En diversas situaciones es bastante común escuchar personas diciendo que alguien “merece la muerte”, “merece morir”.
Normalmente, quien se expresa de ese modo es o ha sido víctima del hacer reprochable de aquel contra quien se profesa ese decir. O se trata de aquel que se solidariza con el sufrir de aquella víctima, y comparte con ella un sentimiento de indignación, de reproche y de repudio, asociado a un deseo de venganza o de justicia, que a la sazón poco importa determinar si es una cosa o la otra, pues se las confunde en una.
Así, por ejemplo, en las películas y series policiales en las que se ventila el caso de un asesino, en serie o no, de un violador, pedófilo o no, o de otros crímenes atroces, en donde la legislación del país prevé la pena de muerte, de inmediato las víctimas y/o sus familiares y amigos, e incluso los abogados acusadores, suelen expresar que el acusado “merece la muerte”. Y ese sentir es igual cuando la pena de muerte no está permitida, diciendo “merecería morir”. Pero no es acerca del debate sobre la pena capital que reflexionamos hoy.
Este fenómeno puede también apreciarse a una escala mucho más grande, como cuando presenciamos sociedades sometidas a regímenes represivos, en donde los crímenes contra la humanidad, como la xenofobia y el genocidio, las torturas, desapariciones, ejecuciones y privaciones de libertad, y hasta la incautación de la calidad de vida, la alegría y la esperanza de las mayorías, y la gente desea y augura desde lo más profundo de su ser la muerte del dictador y de sus secuaces. Entonces ese “ojalá se mueran” traduce en realidad un ánsia de libertad.
Pues bien, lo cierto es que ambos tipos de circunstancias parten del sentir, individual o colectivo, de que alguien, el causante del mal, merece morir.
El vocablo “merecer”, entendámonos bien, quiere decir: “Dicho de otra persona: Hacerse digna de premio o de castigo”[1]. Obviamente, en estos casos asistimos a la idea de castigo, que responde a la necesidad del ser humano de sancionar o no dejar impunes los comportamientos que estima reprendibles.
Claro que todos tenemos nuestros códigos morales, nuestras pautas de comportamiento que dividimos entre buenos y malos, y buscamos, aunque desgraciadamente no siempre, premiar los buenos, mientras indefectiblemente sancionamos los malos, convirtiéndonos frecuentemente en jueces y verdugos al mismo tiempo. Y hay que ver que olvidamos aquello de que “lance la primera piedra quien se sienta libre de culpas” o que “vemos la espiga en el ojo del vecino y no la viga en el propio”.
Y esto, tanto si se trata tan sólo de un amigo que a nuestro juicio nos dio la espalda en algo, como si quedamos involucrados en un asunto real y objetivamente grave, como los delitos antes evocados. Y para ese tipo de asuntos las leyes intervienen, a objeto de que sean las autoridades las que determimen los hechos, juzguen las circuntancias y apliquen los castigos, de manera de civilizadamente superar los siglos en que todo se regía por la Ley del Talión, y bajo ojo por ojo y diente por diente, la víctima o sus familiares debían castigar al victimario, sin desmesura, lo que conducía a más y más violencia social.
Y es así como los países se dotaron de códigos penales, identificando conductas como delitos y estableciendo un catálogo de sanciones para cada uno, siendo muchas veces la muerte el mayor de los castigos, reservado para los delitos atroces, bajo la idea de que quien los cometiese no podía merecer otra cosa que la muerte, presuponiendo la consideración de que el asesino, el violador, etc., es una suerte de tumor maligno que debe estirparse por el bien del cuerpo social.
La muerte es aquí un castigo que implica la desaparición total, en esta vida, del sancionado.
Empero, para que la muerte sea realmente un castigo, es menester que el sancionado la asuma así, pues podría pasar, de acuerdo a sus creencias, que más bien la tenga, de alguna forma, como un acto liberatorio. Bien sea porque se sienta redimido, o porque considere que ha de seguir adelante con su Karma, o sencillamente porque estime que su vida no tiene sentido.
En definitiva, ¿qué se esconde detrás de la muerte vista como castigo? Lo que subyace en todo esto no es otra cosa que el temor o el miedo o hasta el pánico que se tiene en general, en el mundo occidental, a la muerte. Salvo en culturas excepcionales al respecto (día de los muertos en México, constelaciones familiares y sistémicas, visitas familiares a cementerios, agradecimiento ancestral, etc.), la gente, la sociedad, no habla de la muerte. Es un tema tabú y se la representa con imágenes siniestras. Es tan pavorosa y concluyente la idea de morir, que se la estima como el más grande de los castigos.
Este pensar ha sido compartido irreflexivamente tanto por los seguidores de credos diversos, como por aquellos para quienes esta vida es todo lo que hay, o que nada sigue espiritualmente tras la última expiración, haya miedo o no al respecto.
Y lo paradójico es que todos, sin excepción alguna, vamos a morir, unos antes y otros después, pero todos. Hace 100 años no estábamos ningunos aquí, y dentro de 100 años no estaremos ningunos aquí. Esto obviamente no quiere decir que nuestros padres, abuelos, bisabuelos, etc. hayan merecido morir y que nosotros, nuestros hijos y nietos lo merezcamos un día.
Es bueno acotar que el humanismo y los promotores de derechos humanos han ido logrando la progresiva abolición de la pena de muerte, pero no es esa la aproximación de las presentes reflexiones.
Acá lo que interesa evidenciar es la idea que puede tener en mente quien considera que alguien merece la muerte.
Y si en una conversación imaginaria una persona dijera a otra que merece morir, y la otra le hiciese ver racionalmente que ella también moriría. ¿Sería capaz de detenerse a recapacitar sobre el absurdo de desear a alguien la toma de un camino, que se entiende destructivo, cuando existe la certeza de que un día le vendrá detrás?
¿Esto quierre decir que todos merecemos morir? ¿O que se puede morir sin merecerlo?
Pues no, porque la muerte no es algo que se merece o no, como no se merece nacer, respirar o comer, ya que la muerte no es otra cosa que el final de un proceso vital. Un final que tendremos todos, hallamos sido excelentes personas o villanos. La muerte no es premio ni castigo, es simplemente un hecho.
Ya el pensar en lo que pueda sobrevenir luego, es cuestión de cada quien, de su respetable derecho a la libertad de credo.
Obviamente, en medio de la ceguera que genera el dolor de la pérdida del ser querido asesinado, es probable que no haya lugar a reflexión alguna, y es por eso que estando en frío, en la dicha de no tener que experimentar semejante sufrimiento, podamos pararnos un poco en el presente, y agradecer la vida, no solo la nuestra, que ya es mucho, sino la de todos. Agradecer simplemente la vida, en todas sus manifestaciones.
No merecemos nacer ni morir, ambos fenómenos son hechos que acontecen. Pero una vez que el don de vivir se nos ha concedido, entonces todos merecemos vivir.
Querido lector, todos debemos tratar de ser un regalo para los demás, de hacer lo mejor que podamos en la fraternidad y la solidaridad, y seguramente el mundo sería un mejor lugar para vivir. Un lugar en donde no nos tomemos personalmente las cosas y dejemos los juicios para los tribunales, con jueces rectos que apliquen las sanciones necesarias con sentido de justicia y de reeducación.
¡¡¡Todos merecemos vivir!!!
Gracias por la reflexión, Alberto!
Gracias Lilo
Excellente réflexion, le débat de la peine de mort est toujours d’actualité, surtout, lorsque nous sommes devant un violeur d’enfants récidiviste, mais tu as raisons, laissons ce jugements aux personnes compétentes.
L’idée c’est de comprendre que tous allons mourir. Alors, pourquoi vouloir envoyer du monde qu’on n’aime pas, là ou nous irons aussi?
Excelente
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Me alegra que te haya gustado Roberto