Dejar tu huella
Por alguna razón, quizás de orden innato o genético, el ser humano tiene, a todas luces al parecer, la extraña necesidad de dejar huella a su paso.
Y ojo que no me refiero a las marcas que dejan los pies o los calzados con naturalidad a su andar, por efecto de la combinación entre el peso del cuerpo y el tipo de suelo, y ello de forma inconsciente, desprevenida y hasta indeseada.
No. En realidad, hago alusión a lo que podría ser un anhelo, casi atávico, a que se sepa, incluso “per saecula saeculorum”, por parte de todos quienes llegaren a pasar por allí, por ese lugar, que antes, en algún momento, ese ser humano de alguna forma identificado, estuvo ahí.
Consideramos que se trataría, en principio, de una búsqueda de escape a la finitud y con ella al olvido. El temor por desaparecer de la historia, sin dejar rastro, sería entonces percibido como una segunda y concluyente muerte.
Y el punto es que no poca gente tiene miedo a morir, y no menos gente siente pavor de no ser recordado.
Por supuesto que el ego tiene mucho que ver con este típico y generalizado comportamiento, máxime cuando en lugar de que se ponga el tilde sobre las buenas y útiles obras que se hagan y puedan beneficiar a los demás y a la posteridad, el objetivo se encuentra no en la obra sino en la autoría, al grado de que llega un triste momento en el que lo que se vuelve de suyo importante es la autoría y no la obra, y hasta llegando el punto en que lo único que cuenta para el “andante” es que se le recuerde aunque nada haya hecho de meritorio.
Como profesor y estudioso de Yoga puedo recordar que en el Karma Yoga se destaca el Dharma, como la acción justa y debida, que se ejecuta sin atención a los resultados. Otras corrientes filosóficas afirman que se debe hacer el bien sin que una mano sepa lo que hace la otra. De manera que mi gesto no persigue que me estimen y alaben, sino tan solo obrar desde lo correcto.
Ahora bien, esta necesidad de dejar huella del paso nos recuerda a los perros que, al deambular, instintivamente marcan su territorio con su orine, como aviso a los demás perros de que entran en espacio ajeno, en “propiedad privada”, con las consecuencias que ello acarrearía en caso de desatención. Otros cánidos y felinos lo hacen con sus heces. Los gatos raspan superficies de objetos con sus garras. Los osos se frotan en los árboles, aunque no para marcar territorio sino tan solo su impronta. Y así pudiéramos seguir con el resto de los animales…
Pero, tratándose de seres humanos, este dejar huella de su paso no se inclina a la necesidad instintiva de marcar territorio, por razones obvias, sino, a nuestro juicio, a esa evocada tendencia egocéntrica, que hace que la persona que sucumbe a ella se distancie del todo, de la humanidad, de la comunidad, y pretenda sembrar una huella desde la individualidad, por efímero o banal que sea el motivo, incluso obrando desde el automatismo de la inconsciencia.
Por ejemplo, ¿a qué otra cosa podría responder ese tan cuestionable por sucio hábito de caminar escupiendo por la calle? Obviamente no se auto observan ni se cuestionan al respecto, sólo lo hacen, quizás por imitación, y evidentemente dejan de hacerlo al entrar en sus casas u otros lugares.
Y otro tanto cabría decir en cuanto a quienes, además, o en lugar de escupir, lanzan todo tipo de basura a su paso, caminando o desde las ventanillas de vehículos, incluidas las colillas de cigarro que tantos problemas causan, de contaminación, envenenamiento de niños y animales y obstrucción de cañerías.
Se patentiza en estos casos ilustrativos el menosprecio por el espacio público y en definitiva el irrespeto por los demás. En estos supuestos, esa huella que se deja va “sin firma”, pues en el fondo esas personas saben que son conductas reprochables, y se resguardan en la impunidad que les brinda el anonimato. Anonimato que se desdibuja frente al grupo que participa de tales prácticas.
Ahora bien, hay otro tipo de comportamientos que responden igualmente a ese impulso de dejar huella, que también son lamentables, esta vez acentuando su carácter destructivo.
Por supuesto que no llegan a tener el efecto que se le atribuía al famoso Atila, Rey de los Hunos, sobre quien se decía que por donde pasaba no volvía siquiera a crecer la hierba. Pero, sin embargo, comparten el denominador común de consistir en destruir y empobrecer, en lugar de construir y enriquecer.
Y aludimos ahora no solamente a quienes van arrancando las flores en su camino (que por supuesto no han sembrado ni cuidado ellos), y hechos similares que también quedan en el anonimato, sino particularmente a quienes no pueden evitar escribir un “aquí estuvo …”, con la fecha, o dibujar un corazón con su nombre y el de su pareja, etc., en la corteza de un hermoso y frondoso árbol, o en un banco del parque, o incluso en las paredes, escaleras, puertas o ventanas de monumentos históricos u otros sitios del patrimonio cultural o del patrimonio natural.
En estos casos hay un poquito de identificación, pues colocan firmas así sea de los nombres de pila, pero de suyo no colocan los apellidos y mucho menos el número de identidad nacional, pues saben que es una conducta reprensible ética y jurídicamente, por lo que la impunidad cae bien. Pero se las arreglan para que sus amigos puedan verificar que efectivamente estuvieron allí y dejaron la marca, la huella de su presencia.
Marca o huella que responde entonces a esa necesidad de permanecer, de existir, de ser, enfocada en el ego destructivo, a un mayor o menor grado.
Y digo ego destructivo, no obstante que todos podríamos acordarnos en que el ego es por sí solo de naturaleza negativa, en general, por cuanto tal urgencia de hacerse sentir, y dejar entonces trazas de su paso, podría generar resultados beneficiosos para los demás, sin dejar de mencionar la autoría (ego digamos constructivo).
Veamos por ejemplo la vez en que me paseaba en un bote por un riachuelo al interior de un parque nacional, cuando sorprendí a unas personas “tallando” sus nombres en la corteza de un gran árbol centenario. Lo más calmadamente les pregunté al respecto y respondieron que ese no era mi problema. En ese momento me transitó por la mente una serie de argumentos acerca de las razones por las que, efectivamente, sí se trataba de “mi problema”, como “guardián” extraoficial de la naturaleza y del derecho al paisaje natural, pero preferí ser proactivo. De modo que les dije que, si necesitaban dejar huella de su paso, podrían por ejemplo sembrar un árbol en el lugar, y si el afán de figuración personal era muy grande, podían incluso colocar al pie del árbol una discreta plaquita con la fecha y el nombre del “generoso sembrador”, claro que con el compromiso de cuidarlo…. Me vieron, se rieron y siguieron “tallando”.
Y como esa hay miles de posibilidades accesibles con creatividad e imaginación, que nos permitirían satisfacer la necesidad de dejar huella sin dañar ni afear el espacio público.
Alguien dijo en una ocasión que, si deseabas trascender en el tiempo, ser recordado o tan sólo haber venido al mundo no únicamente para consumir, sino también para obsequiar anónima o nominativamente, podías hacer estas tres cosas: tener un hijo, sembrar un árbol y escribir un libro.
Al respecto, lo que puedo decir, con relación a tener un hijo, es que a más de la continuidad genética que va de suyo y que no exige “per se” consciencia alguna, es que ha de implicar la actuación responsable ante ese hijo en su desarrollo, y ante la sociedad velando por que sea una persona con valores y útil para la comunidad. En cuanto a sembrar un árbol, honrando por supuesto la vida y actuando en salvaguarda de las generaciones presentes y sobre todo de las futuras, es menester que sea con arreglo a la biología y las características del lugar, para no generar problemas ecológicos, y que se asuma su cuidado por mínimo que sea y siempre suficiente. Y, en lo concerniente a escribir un libro, tanto en el campo de la literatura como en el dominio de las ciencias, las humanidades y las técnicas, simplemente sé honesto con tu pensar y tu sentir, y ojo, siendo así, poco importa si lo deseas hacer bajo un seudónimo.
Una buena idea que han tenido muchos museos, parques y otros sitios y monumentos del patrimonio cultural y del patrimonio natural, que permite que los visitantes que lo deseen puedan dejar huella de su paso por el lugar, sin raspar los árboles, las paredes y otros objetos, ha sido la de colocar en las salidas sendos libracos de hojas blancas, conocidos muchas veces como “libros de oro”, para que las personas coloquen sus nombres, fechas de visita y hasta sugerencias u observaciones.
Concordamos con Brassaï (1961), al referirse a los graffitis como “Trazos para la posteridad”, diciendo que: “Grabar su nombre o el de un amor, o una fecha en las paredes del edificio, este “vandalismo” no se explica por el mero deseo de destrucción. En cambio, creo observar en este acto el instinto de supervivencia de todos aquellos que no podían edificar pirámides y catedrales, pero que deseaban dejar su nombre a la posteridad”.
Ciertamente, ya lo hemos dicho, existe ese instinto de dejar huella, y lo que buscamos es motivar una reflexión que permita lograr que el mismo se materialice de manera nutritiva para la sociedad.
En ese sentido, no debemos olvidar precisamente los graffitis, como un medio de comunicación social en manos de quienes no disponen de otra forma de hacerse oír, particularmente en el ámbito de la protesta social, la filosofía urbana y el arte callejero. Así, recuerdo en los años 70 y en mi Caracas natal, uno cartesiano que invitaba: “Cuestiona todo!”, respondido a los meses con otro muy sagaz que preguntaba: “Por qué?”. Y otro que decía: “Paren el mundo que me quiero bajar”. Y todo ello, a más de dibujos, caricaturas y pinturas realmente remarcables, que podemos apreciar en prácticamente todas las ciudades del planeta.
Digamos con aquellos que lo han coreado, pues su autoría es indefinida y multitudinariamente atribuida: “Ya que estamos de paso por la vida, ¡¡¡dejemos huellas bonitas!!!”.
Creo que querer dejar huella es algo inherente. Es trascender aunque coincido contigo que debemos dejar huellas bonitas ! Gracias buena reflexión
Gracias Graciela. Por cierto, que sin haber nunca revisado el significado de tu nombre, pareciera devenir de la gratitud. Eso es, dejemos huellas bonitas. Namasté